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Concebimos la música clásica como algo fijo, inamovible; casi como grabada en piedra. Pero hay un pianista que se atrevió a hacer lo que quiso con ella. Y a día de hoy, aún no está claro si era un genio o un arrogante. O ambas cosas. Hoy, en #LaHistorietaMusical, Glenn Gould.
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La historia de las grandes figuras de la música está llena de sus excentricidades. Peticiones absurdas para el camerino, lujos inconcebibles para cualquier mortal, comportamientos extraños... Pero no creáis que esto es nuevo. Ni tampoco es exclusivo de las estrellas del rock.
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Más allá de las veleidades exageradas que películas como "Amadeus" nos han mostrado, los músicos de la época "clásica" tuvieron, a veces, vidas dignas de las rock stars. Paganini, por ejemplo, causaba furores entre sus enloquecidos fans. Lo de Glenn Gould es algo más complejo.
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En 1962, el público del Carnegie Hall asistió boquiabierto a un extraño espectáculo. Para empezar: el intérprete iba vestido casi como un vagabundo: mitones, abrigo y bufanda. Y llevaba consigo su propia silla: una desvencijada con las patas cortadas. Parecía casi una broma.
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Lo que pasó momentos antes también había parecido una extraña broma pesada: el director subió a explicar que lo que iban a escuchar no era nada ortodoxo. Era un aviso extraño para alguien que no solía hablar antes de un concierto. Y no era un cualquiera. Era Leonard Bernstein.
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Bernstein les avisó que lo que iban a ver a él no le parecía correcto. Pero a la vez que debían verlo. Porque era algo prodigioso. Era un aviso extraño y que pudo desconcertar a quien no conociera al intérprete. Y entonces aquel intérprete sube al escenario. Y algo pasa.
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Lo más llamativo no es ni siquiera lo de esa silla vieja, que le obliga a tocar casi encorvado sobre las teclas. O que se atreva a canturrear las notas de ese concierto de Brahms mientras lo toca. Todo eso es raro pero no es lo más extraño que hace. Es como toca lo que toca.